Es fácil perderse
en Seattle, pero no en las calles ni en la geografía. Es fácil perderse en las
historias, en lo que creemos de la ciudad por lo que nos han dicho que hicieron
algunos de sus habitantes. Sí. Ésta es la tierra de Jimi Hendrix y el lugar
desde el que Nirvana, Soundgarden y Pearl Jam produjeron el último gran
movimiento que sacudió al rock. Uno camina por las calles y busca, sin decirlo,
los trazos salvajes de, por ejemplo, el grunge.
Sí, aquí hay una pincelada, allá hay otra, pero la vida pasa, el tiempo es una
avalancha y los hechos se convierten en historias que terminan cubriendo los
muros. Aquél que conoce las historias, trata de ver en las paredes aquello que
es invisible, y viaja a través de las historias como si caminara por las
aceras.
Hay en Seattle una
atmósfera difícil de definir. Es una ciudad abierta al mundo, mira al Pacífico
y está cerca, muy cerca, de Canadá. Nadie te lo dice, pero por la manera de
hablar de la gente, por sus rostros, por lo que ofrecen en el mercado, por cómo
se visten y por todo, te das cuenta de que nada de lo humano les parece
extraño. Quizás esa apreciación sea mía y provenga de la misma sensibilidad que
nos hace buscar las huellas de nuestros héroes musicales en esta ciudad que fue
y es un hervidero de ideas, porque Seattle es eso: un raro territorio propicio
para todas las ideas. Y conste que aquí, en Estados Unidos, las ideas no viajan
solas ni se limitan a los salones de las universidades; las ideas viajan,
mueven y se apoderan de las ciudades, las abrazan, se aferran a ellas hasta que
las ciudades mismas se vuelven ideas. Piensen que aquí surgieron Amazon y
Starbucks.
(Un breve
paréntesis: detesto el olor de los Starbucks).
En Seattle hay
edificios enormes, pero no piensas en ellos. No te interesan como te interesan
los de otras ciudades de este país. Uno que otro pide que lo atiendas, que
mires sus formas. A mí me llamó la Rainier Tower; clamó porque viera que está
asentado sobre una enorme columna de concreto armado, una sola columna sobre la
que se asienta un rascacielos de treintiún pisos entre rascacielos aún más
grandes. Benditas las mentes de quienes calcularon ese sofisticado prodigio
brutalista, reflejo del monte Rainier, homenaje a la mole de piedra y nieve, al
coloso austero y solitario que se encuentra muy cerca de la ciudad, vigilándola
y recordándole su naturaleza siempre mudable y efímera.
En Seattle tuve
sorpresas impagables. Quería llegar a un punto de la ciudad y, para recortar
sus caminos escarpados, entré en el Washington State Convention Center. En el
recorrido, entre dos escaleras, me topé con un Jacob Lawrence; es decir: con la
obra de un artista del que supe por primera vez en el Museo de Arte
Contemporáneo de Caracas Sofía Ímber. Como no tenía ninguna cita, me quedé
viendo con atención los diferentes paneles metálicos en los que Lawrence
representó una escena de la lucha libre. Sentí como si me hubiera encontrado a
un viejo amigo en el sitio menos esperado de un planeta muy lejano. Otro día
entré en el Seattle Art Museum, subí las escaleras y luego de recibir las
indicaciones de una amable dama que me entregó un mapa del museo, sentí la
demoledora presencia de un Rothko. ¿Cómo explicarles lo que las vibraciones que
emanan de ese cuadro produjeron en mí? ¿Cómo decirles a quienes no han sufrido
la obtusa oscuridad lo que un cuadro como ése me produjo? Creo que no puedo
hacerlo. No tengo las palabras y si las tuviera, no vendrían secas.
La ciudad se
mueve. Se mueve el terreno que sube y baja, sinuoso, lleno de ángulos
cortantes. Todo el que camina en Seattle, descubre mundos que no son secretos,
pero que la misma topografía organiza, oculta y revela. Eso ocurre en el Public
Market, verdadero ir y venir de gente que pasea y se sorprende y compra
cangrejo y pescado y queso y flores y cuanto haga falta porque hay de todo en
tarantines y locales establecidos desde hace décadas: panaderías, restaurantes,
ventas de tabaco y franelas... Todo, todo encuentra su lugar en el denso
mercado por el que caminas y siempre se abre un nuevo pasillo, una entrada que
no habías visto, una dulcería, una venta de jugos, un espacio que no habías
visitado. Sí. Lo sé. Así son todos los mercados del mundo. Éste no es la
excepción. Lo apretado y lo sucio están ahí, con nosotros los humanos, como
siempre. Aquí no hay nada raro. Ni siquiera los músicos que tocan el banjo y un
trombón son muy distintos de otros músicos callejeros. Lo que distingue a este
mercado de otros no es tangible; es la energía de la ciudad, energía que
proviene de un raro optimismo, quizás del movimiento que es físico y a la vez
figurado, prolongación conceptual del movimiento geológico de una ciudad
erigida entre la bahía de Puget Sound, el Pacífico, el lago Washington, las
montañas Olímpicas y las mismas colinas sobre las que se asientan las calles y
los edificios.
Como todo puerto,
el de Seattle tiene la triste fealdad de los dinosaurios de salitre. Lo curioso
es que está ahí mismo. Lo ves desde el mercado y la autopista. Colinda con la
parte vieja de la ciudad, ésa que rodea Pioneer Square y que está en pleno (y
extraño) proceso de gentrificación; es decir: de arreglo y ornato para
convertir el barrio en un lugar de encuentro, en un sitio grato para pasear y
tomarse un café. Es la primera que veo un sitio gentrificado al lado de un
sitio horrendo, lo que dice mucho (y bien) de quienes dirigen la política de la
ciudad. Creo que es un riesgo poner a combatir la inevitable fealdad del puerto
con la —casi siempre— afectada
belleza de los municipios en los que se invierte dinero y esfuerzo para
convertirlos en atractores de gente. En el futuro se verán los resultados de
este experimento.
La diversidad
total es la seña. Seattle, lugar abierto al mundo. El Pacífico resuena hacia
dentro y hacia fuera. Entran y salen ideas, como una playa con sus olas.